Ya es sabido de los múltiples abusos de poder dentro de la
Iglesia. Esta vez no me voy a referir a los abusos sexuales o a los excesos de
la autoridad eclesial. Tampoco a los que se dan en el mundo civil, por parte de
quienes ostentan un cargo importante, desde un representante de un país hasta
un ministro. Me refiero a otros abusos que se dan en ámbitos más pequeños y
cercanos. Nadie está exento del riesgo de resbalar por ese gelatinoso tobogán,
seducido por el sabor adictivo del poder. Así lo hemos visto en la historia.
La adicción del poder
Pero hay otros poderes más sutiles que estos, tan evidentes
y llamativos. No por darse en campos más reducidos son menores en intensidad:
la ambición es la misma. En los ámbitos pastorales, en las asociaciones laicas
e incluso en las ONG no son extrañas las peleas intestinas. Las pugnas de poder
se pueden dar entre miembros de un mismo grupo que llevan años contribuyendo a
la pastoral parroquial, a la buena marcha de una asociación, de un partido, o de
una entidad cultural. Se pueden dar también en las familias y entre amigos.
Desde la atalaya de nuestro orgullo, solemos criticar sin piedad los casos de
corrupción entre los grandes, pero el veneno de la ambición puede inocularse también
entre nosotros, produciendo el mismo efecto letal. La química del poder va
deteriorando las vías olfativas del alma y nos convierte en adictos, ávidos por
una dosis mayor. En la estructura mental, el poder tiene el mismo efecto que la
cocaína. Cada vez ansiamos más y necesitamos rodearnos de vasallos que se
dobleguen ante nosotros. Una vez se ha bebido esta droga, nadie se libra de la
adicción.
Manipulación y rechazo
Las personas adictas al poder utilizan ciertas tácticas para
conseguir sus fines. De entrada, su discurso parece amable y cordial. Su apariencia
es servicial, incluso seductora, especialmente con aquellos que les caen bien, ya
sea porque conectan en lo ideológico o religioso, o porque pueden obtener algún
favor de ellos.
Pero en seguida se hace evidente que se escuchan mucho a sí
mismas y poco a los demás. Suelen tener un discurso reiterativo. Cuando alguien
les contradice, suben el tono de voz para imponerse. No toleran la disidencia o
que alguien piense diferente. La discrepancia de opiniones las pone muy
nerviosas e intentan manipular a los otros para que piensen del mismo modo. Si
alguien no las sigue, emprenden una guerra psicológica para criticar al
disidente, hablando mal de él cuando no está presente, ensuciando su dignidad y
manchando su persona. Cuando está delante, a veces no controlan su aversión y
el bloqueo es tan fuerte que hasta se percibe físicamente: sus rostros enrojecen,
sus músculos se contraen, las venas del cuello se tensan y la mirada rezuma cólera;
su postura no puede ocultar la violencia contenida. Es entonces cuando ese afán
de poder, vestido de servicio, explota en su máxima expresión.
Ya sea un padre de familia, un líder religioso, un
sacerdote, un presidente de una entidad o un político, este tipo de persona genera
un cáncer que invade la estructura, grupo o familia. La metástasis se extiende,
anestesiando la vida, y a veces es tan fuerte y cala tan adentro en el grupo,
que desarma a los demás. Nadie se atreve a opinar diferente, el tirano los ha
incapacitado para disentir y el grupo entra en una fase de muerte lenta e
inexorable. A gran escala, es lo que sucede con los regímenes totalitarios. A
pequeña escala, se da cuando surge una persona ávida de poder que no encuentra
oposición de nadie y poco a poco va devorando la vitalidad del grupo.
Un antídoto, la libertad
El ejercicio de la libertad lleva a unas relaciones de
amistad sincera. Donde hay libertad, la amistad con el diferente es posible.
Cuando uno deja de sentirse libre y de oponerse a lo que
considera incorrecto, es cuando el poder se va extendiendo. Sólo personas
libres y sin miedo pueden acorralar al poder y disolverlo. Cuando la obediencia
puede más que la libertad es fácil someterse y aceptar los mismos pensamientos
y opiniones. La norma es el cumplimiento y todos se encuentran con una
exigencia dura que, sí o sí, tienen que acatar. La libertad abre la mente para
que ese poder disfrazado con tono buenista deje de esclavizar el alma. Nunca
hemos de dejar que nadie pise nuestra libertad, ni siquiera en aras a un
supuesto bien.
No todo vale, ni se puede oprimir a nadie ni obligarlo,
incluso a hacer algo bueno. Hay un bien superior, lo «más bueno que lo bueno»,
y esto tiene que ver siempre con el respeto a la dignidad del otro, aunque
piense distinto. Todo lo que no se da en este marco de libertad es opresión,
ideología, sumisión, reducción del otro. Las garras aparecen cuando alguien se
encumbra a sí mismo. Del buenismo inicial pasa a la destrucción permanente del
contrario. La libertad del otro le da pánico.
Ojalá, desde la sencillez y la humildad, sepamos ver al otro
como alguien de quien tenemos que aprender, aunque sus ideas estén en las
antípodas de las nuestras. Sólo así los encuentros serán un espacio de cielo y
desterraremos las luchas de poder.
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