sábado, julio 30, 2005

La virtud del tiempo

El tiempo siempre ha sido un valor apreciado y estimado por el hombre de todas las épocas. El tiempo es oro, dice el refrán. Hoy, su importancia creciente lo equipara o incluso lo hace superior al valor económico del dinero. Tanto es así, que los cursos, seminarios y libros para enseñar a gestionar el tiempo, como si de un capital se tratara, se multiplican y ofrecen diversas claves y recetas para saber administrar este bien que todos ansiamos retener y dilatar al máximo. Y no sin razón, pues el tiempo es, en realidad, el caudal de nuestra vida.

El tiempo es un don

Entre todos los dones que el hombre recibe de Dios se encuentra un regalo especialmente importante: el tiempo. Para los seres humanos, el tiempo equivale a nuestra vida: es el segmento que va desde nuestro nacimiento hasta la muerte.

La virtud del tiempo es la que nos hace capaces de vivirlo, planearlo y aprovecharlo al máximo. Lejos de angustiarnos por su pérdida, de querer comprimirlo o de dejarlo pasar inconscientemente, esta virtud nos hace ser señores del tiempo y nos enseña a paladearlo para vivir intensamente todos los instantes de nuestra vida.

Para adoptar una actitud serena y positiva ante el tiempo, hemos de ser conscientes que el tiempo, como la vida, es un regalo de Dios. Es algo que no nos damos a nosotros mismos, pero que poseemos. El tiempo es la última cosa que dejamos de tener. Cuando no tenemos nada, aún nos queda este tesoro: nuestro tiempo, nuestra vida.

Como regalo gratuito que hemos recibido, la manera segura de no perderlo es dedicar nuestro tiempo al servicio de las personas.

A menudo nos angustiamos ante el paso del tiempo, que a veces se nos antoja acelerado. Entonces nos invade el temor de no poder abarcarlo todo y de no poder hacer todo cuanto deseamos hacer. Los expertos dicen que es bueno proponerse tres cosas importantes cada día. Ni más, ni menos. Alcanzadas estas metas, el tiempo sobrante será gratuito y lo podremos dedicar a otras actividades.


Tratar el tiempo con virtud

¿Cómo podemos organizar nuestro tiempo? Varias claves nos pueden ayudar para que nuestra vida sea plena y sepamos aprovechar, sin perderlo y disfrutándolo, cada instante de nuestro tiempo.

En primer lugar, hemos de saber priorizar las cosas que realmente son importantes para nosotros y las que nos acercan a nuestras metas u objetivos en la vida. No podemos hacerlo todo, hagamos nuestra escala de valores y dediquemos más tiempo a aquello que está más alto en esta escala.

Pongamos amor en el trabajo que hacemos. Con amor el tiempo cunde y el trabajo da frutos.

Saborear las cosas que hacemos nos permitirá disfrutar de la actividad, paladear el tiempo y hacer que nuestro trabajo sea fecundo.

Dedicar a diario tiempo para Dios. No dejemos de buscar espacios de intimidad y silencio para encontrarnos a solas ante el Creador. Él rescata nuestro tiempo y nos ayuda a poner orden en nuestra vida.

Dedicar el tiempo justo y necesario para nuestro trabajo.

Dedicar tiempo para el descanso. No debemos escatimar horas al sueño. Dormir no es perder el tiempo. Descansar es necesario y nos permitirá volver a la actividad con energías renovadas y mejor estado de ánimo.

Dedicar tiempo para la familia. Jamás olvidemos que, antes que nuestro trabajo y nuestros compromisos, están los seres queridos que viven con nosotros. Dedicarles un tiempo para la convivencia debe ser una prioridad.

Si ordenamos nuestro tiempo y ofrecemos a Dios todo nuestro trabajo, nuestra vida tendrá un sentido más pleno. Jesús dedicó toda su vida a hacer el bien. Su tiempo era totalmente para Dios. Incansable en su caminar por los senderos de su tierra, en su predicación, en su atención a las gentes, jamás dejó de tener sus espacios de oración a solas con Dios, ni su tiempo de descanso y retiro con sus discípulos. En apenas tres años, su obra ha dado un fruto que continúa expandiéndose, dos mil años después.

Cada cristiano está llamado a recrear el mundo. Trabajar pensando que podemos crear cielo a nuestro alrededor, haciendo un poco más felices a los demás, da una dimensión nueva y enriquecedora a nuestro tiempo.

domingo, julio 24, 2005

La fuente del testimonio cristiano

Hoy podemos constatar en la sociedad una falta de credibilidad del hecho religioso. Muchos aprecian la belleza del mensaje cristiano y su valía, pero, en cambio, se cuestiona la coherencia de los cristianos y la actuación de la Iglesia. Quizás es porque las palabras y acciones de los que se dicen cristianos no siempre son fruto del silencio ni de una profunda comunicación con Dios. Pueden salir del orgullo o de la autocomplacencia. Ir profundizando en el misterio de Dios hará coherente la vida cristiana. Sólo así todo cuanto se diga será convincente en nuestro mundo.

La Iglesia se sostiene gracias al inmenso amor del Espíritu Santo. Por eso sigue viva y creciente, pese a las limitaciones y fallos de quienes la formamos. Pero los cristianos también tenemos una gran corresponsabilidad. Tampoco podemos lanzarnos a un apostolado frenético y combativo sin más. Nuestra misión debe partir de una profunda e íntima comunicación con Dios. Sin ella caeríamos en el activismo apostólico, donde falta el referente profundo de la espiritualidad y de la comunión. Los cristianos seguimos a Cristo, y no a otros personajes históricos. Cristo nos ilumina. Él es nuestro faro, nuestra gran antorcha, la llamarada que nos guía para ir creando parcelas del Reino de Dios en el mundo. Todos somos imagen viva de Dios, criaturas suyas llamadas por Él a este gran trabajo: crear comunidades, construir cielo en medio de la humanidad.

La palabra tiene una poderosa fuerza que viene de Dios y debe ir acompañada del testimonio y del ejemplo. No nos quedemos en el aspecto teórico de la revelación. La palabra se hizo carne y acampó entre nosotros. Por lo tanto, toda palabra que comuniquemos tiene que llegar a encarnar realmente lo que Dios sueña para nuestra vida. Porque palabra y acción van unidas en la oración.

El cristiano ha de crecer hacia dentro en su relación íntima con Dios, esta es la fuente de nuestro testimonio en el mundo. Alimentados por esta fuente, podremos crecer hacia fuera y trabajar para universalizar el amor.

domingo, julio 17, 2005

Rescatar la palabra

En plena era de las telecomunicaciones, y cuando la imagen parece haber invadido el mundo de la comunicación, un célebre publicista y comunicador nos dice que “una palabra vale más que mil imágenes”.

En nuestro mundo de hoy, en que recibimos a diario auténticas avalanchas de información, merece la pena reflexionar sobre el valor de la palabra.

San Juan evangelista inicia su evangelio con el hermoso prólogo de la Palabra. En él nos revela que Dios es comunicación. No es un ser extraño, alejado, endogámico y centrado en sí mismo, sino un Dios que se nos comunica, que se relaciona, que sale de si y se revela a través de un hombre. Jesús de Nazaret es la palabra de Dios. Una palabra que cala con fuerza e ilumina nuestra existencia.

Esta palabra es algo más que luz. A través de la palabra, Dios nos comunica su amor. Para los cristianos la palabra es sagrada porque Dios, esencialmente, es comunicación, es palabra, es comunión.

¡Qué importante es recuperar el sentido de la palabra dada y comunicada! Este mensaje interpela a los filósofos, a los literatos, a los políticos, y también a los sacerdotes. Unas palabras que no comuniquen amor, que no iluminen nuestra vida, son palabras vacías, huecas, sin sentido. El relato evangélico nos interpela para que todo aquello que seamos capaces de comunicar transmita el querer de Dios.

¡Cuantas veces la palabra es prostituida! Cada vez que no es expresión de su sentido auténtico la palabra es manipulada, mancillada y utilizada con fines interesados. ¡Y qué torrente de palabras absurdas dejamos ir cada día! Confundimos, criticamos, manchamos la fama de alguien, señalamos, juzgamos. Criticar a otra persona sin estar ella presente, difamar o hablar por hablar es traicionar la palabra. Es matarla. Es un deber moral hablar con seriedad. Hablemos de cosas bellas y creativas, de cómo construir una sociedad más justa y solidaria. Hablemos de lo que vale la pena. De lo contrario, es preferible callar.

Hemos de rescatar la palabra. El impacto de la moda y las tendencias actuales está secularizando una cultura que fue tradicionalmente cristiana y está barriendo sólidos valores humanos. También se ha secularizado la palabra y se la ha vaciado de su sentido; la han raptado. Tenemos que liberarla. Una palabra que exprese ternura, amor, relación, que exprese poesía, que responda a los contenidos más profundos del corazón humano, ésta es la palabra que hemos de rescatar.

La palabra auténtica nace del silencio. Un silencio que no es la ausencia de palabras, sino todo lo contrario. El silencio es presencia llena de significado. Si la palabra es de Dios, el silencio también es sagrado. Para llenar nuestras palabras de trascendencia, necesitamos silencio. Desde la oración saldrán auténticas palabras libertadoras del ser humano, palabras auténticas, capaces de convencer.

domingo, julio 10, 2005

Del conocimiento abstracto a la sabiduría del corazón

Estamos delante de uno de los retos más importantes de nuestra cultura científica, que es la sociedad del conocimiento. Ciencia y tecnología avanzan a pasos agigantados. El afán por el saber está tomando unas enormes dimensiones. Hoy, más que nunca, el ser humano tiene a su alcance una ingente cantidad de información como nunca ha soñado y que nunca podrá absorber totalmente. Tanto es así, que hoy se dice que la persona preparada no será aquella que tenga más información, sino aquella que sepa seleccionar la información que realmente le interese y sepa convertirla en conocimiento útil.

Pero el hombre, en su búsqueda tenaz del sentido de la vida, se encuentra con otro tipo de saber. Y se da cuenta que el conocimiento y la ciencia no agotan todas las dimensiones de la realidad ni pueden responder a todas las inquietudes del ser humano.

Del puro conocimiento a la sabiduría es preciso recorrer un camino que lleva al hombre inquieto a mirar la realidad desde otra perspectiva y a la humildad de reconocer sus límites. El sabio escucha su razón, pero aprende, poco a poco, a escuchar también su corazón.

El hombre sabio es el que sabe saborear: además de saber, ama lo que conoce. Se da una afectividad entre lo que conoce y lo que hace.

El hombre sabio es el que sintetiza la experiencia de su vida, haciendo de ella un conocimiento que va más allá de lo intelectual y de lo abstracto.

La persona sabia es la que, en el centro de su saber, tiene un respeto por el ser humano y por la vida y descubre que, detrás del conocimiento hay una mano amorosa creadora.


Elogio de la sabiduría

El sabio es humilde, no compite con nadie, no presume de lo que sabe, no levanta la voz para ser escuchado ni necesita alardear de sus conocimientos. Acepta las diferencias, es cálido, es atento. Es capaz de renunciar hasta a sus ideas por amor. Sabe escuchar. Diríamos que el sabio es aquel que, más que hablar, escucha. El sabio transmite con su vida y con su experiencia. No necesita palabras. El sabio pone al servicio de la humanidad lo que descubre y lo que sabe. El sabio sabe vivir con Internet y sin Internet. Sabe integrar la cultura digital sin hacerse dependiente de ella. Es el hombre que vive en paz. Es una persona abierta, que todo lo integra y lo asume. En el centro de su vida, no está ni siquiera la ciencia, sino el mismo ser humano.
Hay muchas personas inteligentes, intelectualmente brillantes. Pero, ¡cuán pocas personas sabias! Muchos científicos y catedráticos versados en diferentes ramas del saber, ¡qué vida interior tan pobre tienen! Son eruditos, pero no son sabios. Son bibliotecas de información, pero no son pozos de sabiduría. Saben dar una brillante conferencia, pero no saben mirar al corazón humano.

El sabio no renuncia al saber ni a la inteligencia; no renuncia a la razón ni al método científico. No reniega de la filosofía ni de la ciencia. Al contrario, les da una dimensión diferente. Pero no rinde culto a su saber. Pone la ciencia al servicio del hombre y del amor.

El sabio, más allá de descubrir el cómo, sabe descubrir la belleza de las cosas. El sabio sabe vivir solo y sabe vivir acompañado. No es un ser huraño y esquivo, sabe relacionarse con los demás y cultivar la amistad. Sabe comunicarse con los medios tecnológicos y también sabe hacerlo con la mirada.

El sabio tiene sus expectativas puestas en una realidad más allá de la pura ciencia visible. Está abierto a otra realidad metafísica y reconoce, con humildad, los límites de la razón y del saber.

domingo, julio 03, 2005

De la "tele-basura" a una televisión con valores

Haciendo un recorrido por los canales televisivos, tanto públicos como privados, vemos que proliferan cada vez más los programas llamados de "tele-basura". Esta denominación, paralela a la de "comida-basura", sugiere algunas características de esta programación: un atractivo fácil, consumido por sectores masivos de la población, con alicientes motivadores: ganancias fáciles, distracción, evasión, poca calidad y nula densidad en contenidos, gusto por lo "kitsch", lo ordinario e incluso lo grosero... Además, se establece entre las diferentes cadenas una feroz competencia, una guerra por lograr la máxima audiencia que busca el lucro por encima de cualquier contenido ético.

Ante esta realidad, surge la pregunta: ¿es esto lo que queremos? ¿La tele da lo que pide la audiencia? ¿O es el público el que engulle y acepta, sin más, lo que le echan? ¿Están las grandes cadenas formando y manipulando nuestro gusto? Y aún más allá de estas cuestiones, aparecen otras: ¿Realmente necesitamos esto? ¿Es la tele un paliativo o una terapia para cubrir nuestras frustraciones o sueños inalcanzables?

Es indudable que la televisión es un negocio. Y puede ser un negocio honrado, como muchos otros. Pero, por sus características -es un servicio gratuito que llega a la práctica totalidad de los ciudadanos- debería regirse por unos principios éticos, de la misma manera que se intenta velar porque los servicios públicos sanitarios, de tráfico, de enseñanza, tengan calidad y estén realmente al servicio del ciudadano.

Sin rechazar la vertiente económica y de rentabilidad del negocio, los empresarios de las cadenas televisivas no deberían olvidar que su cliente es un ser humano al que hay que respetar y considerar en todas sus dimensiones: no sólo la lúdica o la económica, sino la dimensión psicológica, familiar, profesional, espiritual... La televisión no puede permanecer al margen de los valores humanos.

Estamos en contra de la droga, del alcohol, de la velocidad excesiva... ¿Nos hemos planteado que la televisión puede ser también una droga nociva? Un reciente estudio, finalizado en los Estados Unidos, revela que los jóvenes que han visto televisión durante su infancia más de dos horas al día son más proclives a la agresividad y a la violencia que los que ven menos televisión. Los expertos concluyen diciendo que un niño no debería ver la televisión más de dos o tres horas ¡a la semana!, y vigilando los contenidos de la programación que ve.

Los adultos no somos menos vulnerables que los niños. Cuántas veces utilizamos la televisión para correr una cortina sobre nuestros problemas o para huir de situaciones incómodas que no tenemos el valor de afrontar. Si todo el tiempo que utilizamos en ver la televisión lo invirtiéramos en otra cosa, tal vez no nos faltaría tiempo para disfrutar de otros aspectos de la vida: adquirir cultura, descansar, disfrutar de la buena compañía, relacionarnos con nuestra familia o con nuestros amigos, viajar, pasear, leer, enriquecer nuestro espíritu... hacer aquello que siempre demoramos por falta de tiempo y que puede añadir calidad a nuestra vida.

No se trata de satanizar la televisión, pero sí de ponerla en su sitio y darle el valor que tiene. Los educadores, maestros, madres y padres de familia tenemos una gran labor por delante, para educar a los menores y para concienciar a los medios de comunicación a ponerse al servicio de la cultura y la educación humana, y también del ocio, pero de un ocio sano, que nunca puede substituir el ocio real de un encuentro cordial con los demás.

Cada vez hay más personas -médicos, psicólogos, sociólogos, pedagogos y asociaciones de consumidores- conscientes de la necesidad de replantear los contenidos de los medios. Estamos ante los principios de una nueva revolución de los medios de comunicación que habrá de tener en cuenta la persona por encima de todo, no como objeto de consumo, sino como sujeto ético y con valores. Sólo así los medios favorecerán un equilibrio social.