Suele decirse que «Hacienda somos todos», y que con el pago
de nuestros impuestos se cubren los servicios públicos que el estado nos
concede a todos. Es una manera de expresar la solidaridad de los contribuyentes
para que el estado del bienestar funcione y proteja a los más desfavorecidos.
En teoría es así, o debería.
Veamos algunas cifras. Si calculamos todo lo que el
ciudadano medio paga en concepto de seguridad social, a lo largo de su vida, veremos
que nuestras pensiones y nuestro médico no son un regalo del estado: tu
jubilación te la pagas tú, igual que los servicios sanitarios. A veces, estos
salen tan caros o más que una mutua privada, con colas y listas de espera
incluidas.
Por otra parte, el estado necesita recaudar para asegurar el
pago de las pensiones y los servicios sanitarios para todos, tanto si son
contribuyentes como si no. Las cuentas salen si la gente, cuando se jubila,
vive pocos años más y hay una renovación del mercado laboral con gente joven
que cotice. Pero si la gente vive muchos años, si la población anciana aumenta
como lo está haciendo, si hay mucho paro y menos contribuyentes, y además se
gasta mucho más en médicos, que también ocurre, las cuentas no salen. La
seguridad social entra en estado de quiebra y tendrá que buscar fondos de donde
sea. ¿Cómo lo hará? ¿Reduciendo las pensiones? ¿Subiendo los impuestos?
¿Recortando los servicios sanitarios?
Una solapada esclavitud
Volvamos a calcular. En España, aproximadamente la mitad de
nuestro trabajo va a parar a las arcas del estado. Es decir, de los doce meses,
nos pasamos seis trabajando para el estado. Una presión fiscal del 50 % es
elevada, y aún hay quienes dicen que debería subir. ¿Somos solidarios a la
fuerza, o estamos pagando gastos excesivos?
Hay un punto en que la presión fiscal puede ser tanta que
ahogue a los ciudadanos y les impida crecer. Es entonces cuando podemos hablar
de una solapada esclavitud.
Hacienda es muy eficaz recaudando, pero nuestros gobernantes
gestionan mal. Gastan en sobresueldos: las pensiones pueden congelarse, pero
sus pagas aumentan desproporcionadamente. Gastan en cargos de confianza
innecesarios. Gastan en colocar a sus «clientes» o asociados para obtener más
votos. Gastan en marketing y auto-publicidad, para no hablar de gastos
suntuarios y lujos que escandalizan a los ciudadanos. Están abusando de nuestro
dinero.
El estado debe eliminar partidas de gastos superfluos y
gastar más en las necesarias: educación y sanidad, sobre todo. El estado ya
obtiene mucho dinero, y el discurso oficial es que la subida de impuestos es
para darnos buenos servicios y protección a todos.
La clase media es la víctima de la mala gestión del estado.
Los más ricos hacen inversiones y pueden evitar el pago de ciertos impuestos o
pagar menos. Su fortuna les permite pagar y seguir prosperando. Los pobres no
pagan. Los ciudadanos medios, que se esfuerzan por tirar adelante su familia y
su negocio ―los autónomos―, son los que están aguantando el país con su trabajo
y sacrificios. El estado democrático se sostiene en la clase media.
Moderno feudalismo
Un gobierno que ahoga a la clase media con una fiscalidad
excesiva está favoreciendo a las élites privilegiadas ―en especial, a la clase
política, que se enriquece sin ser productiva, a diferencia de los empresarios―.
Está fomentando una especie de feudalismo moderno ―la partitocracia― y
generando una masa de pobres que dependen del estado. Será una sociedad
empobrecida, dependiente de los subsidios, no creativa, no emprendedora, no
libre, no feliz.
La masa pobre y sometida, dependiente del estado, se
convierte en una sociedad atomizada y controlada. Es el germen de los gobiernos
autoritarios. Vamos hacia la dictadura «sobre» el proletariado. Estos
gobernantes necesitan mucha gente pobre que les vote para mantenerlos en el
poder. «Vótame y yo te mantendré», esa es la promesa. Así es como los gobiernos
populistas se nutren del clientelismo de los desposeídos.
El estado no debe ser un papá permisivo, pero sí debería ser
como un buen padre: ha de facilitar que el ciudadano vuele y sea libre. Debe
dar educación, recursos y libertad para que sea emprendedor y creativo, y
aporte su talento para mejorar la sociedad. El estado no debe meterse en la
vida privada del ciudadano: no debe dictarle qué hacer, qué pensar, qué decir y
cómo comportarse en su intimidad. Un buen gobierno alienta el espíritu crítico
y despierto, la pluralidad de pensamiento y la tolerancia hacia la diferencia.
Un buen gobierno asume que los ciudadanos puedan, un día, no votar a esos
mismos políticos que fomentaron su libertad. Esto es democracia. Necesitamos
más democracia y menos «partitocracia».
No hay comentarios:
Publicar un comentario