miércoles, septiembre 11, 2019

¿Esclavos del estado?


Suele decirse que «Hacienda somos todos», y que con el pago de nuestros impuestos se cubren los servicios públicos que el estado nos concede a todos. Es una manera de expresar la solidaridad de los contribuyentes para que el estado del bienestar funcione y proteja a los más desfavorecidos. En teoría es así, o debería.

Veamos algunas cifras. Si calculamos todo lo que el ciudadano medio paga en concepto de seguridad social, a lo largo de su vida, veremos que nuestras pensiones y nuestro médico no son un regalo del estado: tu jubilación te la pagas tú, igual que los servicios sanitarios. A veces, estos salen tan caros o más que una mutua privada, con colas y listas de espera incluidas.

Por otra parte, el estado necesita recaudar para asegurar el pago de las pensiones y los servicios sanitarios para todos, tanto si son contribuyentes como si no. Las cuentas salen si la gente, cuando se jubila, vive pocos años más y hay una renovación del mercado laboral con gente joven que cotice. Pero si la gente vive muchos años, si la población anciana aumenta como lo está haciendo, si hay mucho paro y menos contribuyentes, y además se gasta mucho más en médicos, que también ocurre, las cuentas no salen. La seguridad social entra en estado de quiebra y tendrá que buscar fondos de donde sea. ¿Cómo lo hará? ¿Reduciendo las pensiones? ¿Subiendo los impuestos? ¿Recortando los servicios sanitarios?

Una solapada esclavitud


Volvamos a calcular. En España, aproximadamente la mitad de nuestro trabajo va a parar a las arcas del estado. Es decir, de los doce meses, nos pasamos seis trabajando para el estado. Una presión fiscal del 50 % es elevada, y aún hay quienes dicen que debería subir. ¿Somos solidarios a la fuerza, o estamos pagando gastos excesivos?

Hay un punto en que la presión fiscal puede ser tanta que ahogue a los ciudadanos y les impida crecer. Es entonces cuando podemos hablar de una solapada esclavitud.

Hacienda es muy eficaz recaudando, pero nuestros gobernantes gestionan mal. Gastan en sobresueldos: las pensiones pueden congelarse, pero sus pagas aumentan desproporcionadamente. Gastan en cargos de confianza innecesarios. Gastan en colocar a sus «clientes» o asociados para obtener más votos. Gastan en marketing y auto-publicidad, para no hablar de gastos suntuarios y lujos que escandalizan a los ciudadanos. Están abusando de nuestro dinero.

El estado debe eliminar partidas de gastos superfluos y gastar más en las necesarias: educación y sanidad, sobre todo. El estado ya obtiene mucho dinero, y el discurso oficial es que la subida de impuestos es para darnos buenos servicios y protección a todos.

La clase media es la víctima de la mala gestión del estado. Los más ricos hacen inversiones y pueden evitar el pago de ciertos impuestos o pagar menos. Su fortuna les permite pagar y seguir prosperando. Los pobres no pagan. Los ciudadanos medios, que se esfuerzan por tirar adelante su familia y su negocio ―los autónomos―, son los que están aguantando el país con su trabajo y sacrificios. El estado democrático se sostiene en la clase media.

Moderno feudalismo


Un gobierno que ahoga a la clase media con una fiscalidad excesiva está favoreciendo a las élites privilegiadas ―en especial, a la clase política, que se enriquece sin ser productiva, a diferencia de los empresarios―. Está fomentando una especie de feudalismo moderno ―la partitocracia― y generando una masa de pobres que dependen del estado. Será una sociedad empobrecida, dependiente de los subsidios, no creativa, no emprendedora, no libre, no feliz.  

La masa pobre y sometida, dependiente del estado, se convierte en una sociedad atomizada y controlada. Es el germen de los gobiernos autoritarios. Vamos hacia la dictadura «sobre» el proletariado. Estos gobernantes necesitan mucha gente pobre que les vote para mantenerlos en el poder. «Vótame y yo te mantendré», esa es la promesa. Así es como los gobiernos populistas se nutren del clientelismo de los desposeídos.

El estado no debe ser un papá permisivo, pero sí debería ser como un buen padre: ha de facilitar que el ciudadano vuele y sea libre. Debe dar educación, recursos y libertad para que sea emprendedor y creativo, y aporte su talento para mejorar la sociedad. El estado no debe meterse en la vida privada del ciudadano: no debe dictarle qué hacer, qué pensar, qué decir y cómo comportarse en su intimidad. Un buen gobierno alienta el espíritu crítico y despierto, la pluralidad de pensamiento y la tolerancia hacia la diferencia. Un buen gobierno asume que los ciudadanos puedan, un día, no votar a esos mismos políticos que fomentaron su libertad. Esto es democracia. Necesitamos más democracia y menos «partitocracia».

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