domingo, julio 22, 2018

La pobreza tiene nombre


Cada vez más, en el llamado primer mundo, la pobreza va surcando en profundidad nuestra sociedad, generando un enorme sufrimiento a quienes la padecen. Pero ¿cuáles son las causas de este mal endémico que rompe el corazón de tanta gente abocada a vivir en la indigencia? ¿Hay soluciones para resolver la pobreza? ¿Cuáles serían las herramientas más eficaces para combatirla? El tema es complejo y desafiante. Entre varios factores, señalaré los que considero más importantes, así como posibles soluciones.

Causas de la pobreza


Una de las causas de la pobreza es una determinada forma de concebir la economía y una mala gestión de los recursos públicos, así como criterios ideológicos que determinan cómo se reparten estos recursos. Una fiscalidad injusta y una falta de regularización del mercado puede favorecer a los más pudientes y cargar con mayores impuestos a los que menos tienen, fomentando la desigualdad y la pobreza al asfixiar a las clases medias. En este caso, el estado es un causante directo de pobreza.

Otra causa puede ser una concepción filosófica y religiosa del ser humano, así como una visión de la política. Si concebimos al individuo como un ser biológico movido exclusivamente por sus instintos e intereses, en continua lucha con los demás, llegamos a una absoluta falta de solidaridad que fractura la sociedad, y a la necesidad de un gobierno autoritario que frene los abusos. Esto sería la consecuencia de una visión freudiana y darwinista del ser humano.

El individualismo y la búsqueda del bienestar personal por encima del comunitario promueve la indiferencia, que nos hace mirar a otro lado ante la pobreza del vecino. Hay una política y una economía basadas en la «ley del deseo» que son fomentadas por los medios de comunicación, la publicidad y el ocio televisivo. Los gobiernos y el mundo empresarial están alimentando esta actitud, porque no les interesa favorecer a la familia ni a los grupos intermedios, que es donde se aprende la solidaridad y el valor del compartir. En cambio, el individualismo fomenta el consumismo y el lucro. Quien se queda al margen porque no tiene medios económicos, cae en la pobreza.

Una falta de enfoque pedagógico, que no promueva los talentos y las capacidades al servicio de los demás también alentará la mediocridad y la falta de esfuerzo, necesario para que la persona supere sus dificultades y no caiga en la pobreza.

Por otra parte, existen causas psicológicas de la pobreza: muchas personas caen en la exclusión a causa de rupturas emocionales, problemas laborales, conflictos familiares que no se han resuelto o una falta de identidad, que lleva a la desintegración del yo.

También están las causas morales. La avaricia mueve a muchas empresas, que ponen el lucro por encima de todo, y a cualquier precio. Hay un deseo enfermizo de aumentar los beneficios a toda costa, generando un crecimiento que a veces es insostenible y causando graves daños a grupos humanos, comunidades enteras y al medio ambiente.

En el ámbito social, quizás falten plataformas sólidas que hagan de contrapunto de los poderes económicos. Ya existen iniciativas interesantes, como las que promueven la economía del bien común y diversas formas de cooperativas e intercambio de bienes. Pero deben consolidarse mucho más y no deberían toparse con trabas administrativas.

¿Soluciones? Hay que ir a fondo


Las causas de la pobreza, como vemos, son muchas. Si describirlas ya es complejo, la solución supone un reto mayor que implica a toda la sociedad, empezando por las familias y terminando por las instituciones políticas y financieras. Cada uno de nosotros, como persona, también tiene su parte de responsabilidad.

Pero intuyo que la búsqueda de soluciones pasa por una profunda reflexión sobre la realidad y sobre la naturaleza humana. Hay que ahondar en aquellos aspectos que empujan a una persona a la pobreza, y entre ellos no se puede ignorar la soledad y la indiferencia.

No habrá soluciones realistas a la pobreza si no dejamos de mirarla como un mero fenómeno sociológico y no somos capaces de ver al pobre, no como uno más de esta marea que avanza irremediablemente hacia el abismo, sino como una persona con un rostro, con un nombre, con un entorno, un pasado y una familia. Si no somos capaces de hacer nuestro el dolor de una sola persona, desde las instancias políticas y administrativas no se podrá arreglar el problema.

La pobreza no es una entelequia: hemos de mirar a los ojos de aquel que la sufre. Si no, caeremos en tecnicismos que pueden llegar a regular el fenómeno, pero no a resolverlo. La pobreza no tiene color, ni se arregla desde los despachos, sino abordando la cuestión desde otra mirada.

Desde la cultura del descarte, como señala el papa Francisco, la pobreza adquiere una dimensión pandémica: millones de personas sin futuro, sin vida, sin esperanza. Un pobre es una persona dignísima de todo respeto y merecedora de apoyo y solidaridad. Hacer el esfuerzo de ponerse en lugar el otro, meterse en su piel, sintonizar con su dolor y comprender su desespero puede ayudarnos a ser creativos a la hora de ayudar.

El papel del gobierno en la pobreza


Pero no sólo se tiene que abordar la pobreza desde un aspecto meramente humanitario, compasivo y solidario, sino desde una perspectiva de justicia social, como exigencia ética. No basta la buena voluntad de los ciudadanos, la sociedad ha de exigir a los que gobiernan que hagan un correcto uso de los fondos públicos y una adecuada política fiscal. En cuanto a los impuestos que se imputan a los contribuyentes, hay que replantear la fuerte presión que se ejerce sobre la ciudadanía. El rigor con que se controla a los ciudadanos no es paralelo al control de gastos innecesarios de los gobernantes. Se tendrían que revisar muchas partidas, sobre todo para priorizar el bien real de las personas y en especial de las que viven en situación de vulnerabilidad: niños, ancianos, enfermos, inmigrantes, exiliados… Mientras los gobiernos no tengan como prioridad la protección de estos grupos, la barca de la nación hará aguas, porque el naufragio de los que quedan al margen desequilibra a todo el conjunto social.

Es verdad que para contemplar estas partidas que cohesionen el estado del bienestar se necesitan recursos, que la economía ha de crecer y activarse. Pero no basta eso. La economía puede crecer y pueden beneficiarse sólo unos pocos, con lo cual está aumentando la desigualdad. Por otra parte, el mal uso que se hace de los recursos, los gastos en estructuras que genera el mismo estado, el sostenimiento de actividades innecesarias, la ejecución de obras que se hacen, se deshacen y se rehacen, el nepotismo y el tráfico de influencias, las gestiones oscuras y la corrupción están sangrando al estado. Hacienda exige hasta el último céntimo al que tiene poco y, en cambio, permite que se evapore mucho dinero de sus arcas. Hoy, por desgracia, ser político está ligado al poder, al tener y a la manipulación de divisas. La mala gestión de un gobierno aumenta la brecha entre ricos y pobres. Y los que están enriqueciéndose no se llegan a imaginar el dolor que produce vivir en la indigencia.

Hacienda y la administración del estado deberían trascender los colores políticos y ser llevadas por especialistas que no estén altamente ideologizados. El bien común no tiene color político ni es exclusiva de ningún partido. Para gestionar correctamente los recursos no es necesario ser de una ideología, sino tener capacidad de gestión y unos principios éticos básicos para controlar la tentación de sentirse inmune y manejar con ligereza tanto dinero.

Además de Hacienda, hay otras carteras, como sanidad y educación, que no deberían llevar los políticos, sino personas con gran capacidad profesional y formación ética, filosófica y humana. Así se podría trabajar con mayor eficacia para atender a las necesidades de la gente y de la nación.

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