El poder es un tema que siempre ha fascinado. ¿Por qué?
Porque es la fuente de nuestras capacidades y potencial creativo, y es clave en
nuestra relación con el mundo y con los demás.
Hay un poder positivo, creador. Es el poder de Dios, que
engendra y da vida. Es el poder que surge del amor. Los seres humanos, a imagen
de Dios, tenemos un poder similar que podemos ejercer con voluntad. Es una
fuerza enorme que debe canalizarse y orientarse hacia el bien. De no ser así,
puede ser destructor y letal. El poder utilizado para dominar y poseer a los
demás es una constante en la historia de la humanidad. Filósofos, literatos,
psicólogos y teólogos han explorado su naturaleza ampliamente. El poder se da
en el ámbito tanto público como privado. Pero en el público es donde tiene
enormes repercusiones a escala mundial.
La lógica enfermiza del poder
El poder no busca el servicio,
ni siquiera la justicia, ni el derecho, sino perpetuarse a toda costa, aunque
para ello necesite destruir, anular o matar. Quien prueba el poder resbala
lentamente hacia el abismo, hasta la fragmentación total de su persona.
Viviendo una mentira disfrazada de verdad, el mesianismo político utiliza un
discurso de aparente bondad, con argumentos lógicos y bien fundamentados
intelectualmente. Pero tras el discurso social se esconde una ambición que
manipula el lenguaje y se vale de la ideología para absolutizar el poder en su
expresión más patológica. El último objetivo del poder es la idolatría de sí
mismo.
El afán de poder es una
patología que lleva a quien lo ejerce a una dualidad psicológica temible. Se le
escapa la realidad objetiva y se instala en la subjetividad: su concepto de la
persona, su libertad y su dignidad quedan teñidos por la ideología que defiende
su posición. Por eso los políticos siempre están hablando de macroeconomía, de
sociología y de estadísticas, maquillando su imagen y proponiendo planteos
generalizados, no concretos, ni personales. A la ideología no le interesa la
libertad, el respeto o la dignidad de personas reales y concretas. Por eso
siempre acaba hablando de abstracciones. La ideología acaba matando, no solo
física, sino socialmente.
La lógica del poder crea
adicción: es una droga que enferma la psique y el corazón del poderoso,
haciéndolo bulímico. Como un dragón, devora y cada vez quiere más y más, hasta
que llega a autodestruirse. El límite del poder es él mismo.
Pero el poder engendra más
poder. La ideología, como abstracción de la realidad, sigue en el ADN
infectado, como un virus latente que se activa en aquellos que persiguen la
fama y el reconocimiento. Su voracidad va creciendo y se valen de las
estructuras que el mismo sistema político ha construido para convertirse en
líderes de masas donde se resguardan bajo un disfraz seudo-democrático para
tapar su pulsión de dominio y manipulación. La verdad les molesta, porque es lo
único que las ideologías no pueden matar.
¿Qué es la verdad?
La verdad va más allá de un
concepto filosófico; es un concepto moral y teológico. También va más allá de la
psicología: cuando se dice que «cada cual tiene su verdad», ¿estamos hablando
de la verdad o de opiniones y creencias subjetivas? Nadie puede matar la
verdad, aunque quiera, porque no es una idea, ni un sistema sino una certeza
que trasciende al mismo ser humano. La verdad es como el aire: no lo puedes
cortar ni eliminar, aunque mates a la persona. En el horizonte de la verdad no
está el poder, sino el bien, la libertad, la belleza y el amor; esos valores
que subyacen en el anhelo más hondo de toda persona. Concibiendo la política
como un servicio real, basado en el valor de la verdad, todo esfuerzo irá
enfocado a apoyar a los más débiles de la sociedad, porque el primer objetivo
será luchar por la dignidad de cada persona, en especial la de aquellas que la
han perdido: hombres y mujeres sin techo, indigentes, enfermos, ancianos, niños
maltratados, jóvenes sin rumbo…
Los políticos tienen este
imperativo categórico y moral, que es inherente a su responsabilidad: no dejar
nunca a nadie en el arcén y adoptar las medidas económicas y financieras para
asumir el coste de esta labor. Nadie debe quedar fuera, ni de la sociedad, ni
del trabajo ni de un hogar. La sociedad civil ha de ser abanderada de una nueva
política, ha de ser capaz de hacerse oír por el sistema e interpelar al gobierno:
es un deber ciudadano. Por su parte, los gobernantes nunca deberían olvidar la
responsabilidad que conlleva su cargo. Solo así se recuperará el sentido de la
política, entendida como servicio a la ciudad y dedicada al bien real de las
personas —todas las personas—, especialmente las más vulnerables.
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