Una tragedia evitable
Todos hemos quedado
sobrecogidos ante la noticia del fallecimiento de tres muchachas en una fiesta
en Madrid ―Katia, Rocío y Cristina― y posteriormente de otra amiga del mismo
grupo ―Belén―. Esta tragedia ocurrida la noche del 31 de octubre, la víspera de
Todos los Santos, no ha dejado de ser motivo de discusión en tertulias
radiofónicas y televisivas y ha hecho correr riadas de tinta, llenando los
periódicos.
Ciertamente, es un triste
acontecimiento que no ha dejado indiferente a nadie. Se están estudiando las
causas que ocasionaron esta desventura y se está reclamando que se depuren las
responsabilidades del accidente, legales e incluso políticas. Pero, más allá de
estas cuestiones y de delimitar lo punible en este caso, tenemos que reflexionar
en el núcleo del problema. Esta tragedia nos lleva a pensar en la estructura
familiar que tenemos, en los modelos de adultos donde se miran los jóvenes, en
la filosofía que concibe al ser humano como una pieza más de un engranaje
consumista, en la concepción de la economía donde la ganancia es el valor
absoluto, por encima del valor de la persona y el respeto a su dignidad.
Una huida hacia adelante
¿Qué modelo educativo
tenemos? Antes, la familia era el principal ámbito educativo, seguida de la
escuela y el entorno social. Los valores se transmitían de padres a hijos y
eran asumidos en el día a día, pues no solo se inculcaban, sino que se vivían. Actualmente,
la educación de los jóvenes parece basarse en argumentos desintegradores, que
varían en función de la ideología del grupo político que ostenta el poder.
¿Cómo se concibe el aspecto lúdico? ¿Se busca el servicio y el bien de la
persona? La falta de valores recios y sólidos que contribuyan a la humanización
está llevando a los jóvenes hacia un vertiginoso abismo existencial,
lanzándolos al vacío.
¿Son los jóvenes
culpables de esta situación trágica que vivimos? ¿Dónde está el verdadero
origen de estos sucesos lamentables? Podríamos decir que los jóvenes han
perdido la referencia de unos valores éticos y religiosos que ayuden a
vertebrar al individuo en su proyección social. Con la excusa fácil de no
querer influenciarles, les estamos negando algo connatural: la apertura hacia
la trascendencia, la espiritualidad, el silencio. Darles una educación
religiosa no es coartar su libertad, sino abrirles un horizonte nuevo y
amplísimo, que les llevará a interrogarse sobre el sentido de la existencia.
Es verdad que no podemos
generalizar; hay jóvenes que se toman la vida muy en serio. Pero también hay
una riada de gente joven que da la impresión de vagar, perdida, en un laberinto
sin salida, falta de soporte, de referencia, de modelos coherentes.
¿Por qué esa necesidad de
explotar la noche en un ambiente sórdido, entre música estridente, bebida,
griterío, hasta llegar a poner en riesgo la propia vida? ¿Qué les pasa a
nuestros jóvenes, que no saben valorar la palabra sensible de un amigo, un
paseo plácido al atardecer, o simplemente escuchar una suave melodía musical
que les abra el espíritu? ¿Qué les pasa, que temen el aburrimiento, la soledad,
encontrarse con sí mismos? La responsabilidad les aterra y rechazan unas
relaciones humanas que les exijan entrega y esfuerzo. Quizás por eso escapan de
unos padres que no les entienden, de una sociedad ambigua e individualista, de
unos políticos que les mienten, de una economía que los explota, de unos
adultos que sobreviven en el tedio, de unas instituciones educativas que han
convertido la educación en adoctrinamiento ideológico.
¿Qué necesidad tiene el
joven de meterse en un tugurio, consumiendo alcohol y drogas sin control?
Quizás necesita experimentar el vértigo, la huida de la realidad. Le da miedo
encontrarse con el yo más profundo de su alma, porque no tiene soporte ni
modelos para gestionar su propia identidad.
La raíz del problema
Un estudio realizado por
el Teléfono de la Esperanza muestra que la primera causa de muerte entre los
jóvenes es el suicidio. Las cifras sobrecogen. ¿Es posible que en la juventud,
esta etapa en la que el corazón estalla por vivir, se pueda experimentar tal
hastío que se desee la muerte? La muerte abrupta de un joven causa dolor y
espanto, pero… ¿cuántos jóvenes se están suicidando lentamente, noche tras
noche, fiesta tras fiesta?
Lo nuclear del problema
está en el propio modelo de familia. Son muchos los padres que han hecho
dejación de su tarea educativa ante la complejidad de acompañar y amar a un
adolescente. No saben cómo ayudarle a construir su propia identidad, les pesa
educar, no se sienten preparados para esta ingente misión y, muchos, se rinden.
Pero ni los políticos ni
las instituciones educativas podrán jamás suplir esta responsabilidad de los
padres. Entre otras cosas, porque ellos son los engendradores de sus hijos, no
las instituciones. Y porque los hijos, antes que nada, lo primero que necesitan
es sentir el amor y la aceptación de sus padres. Los hijos necesitan tiempo y
muchos padres, por los motivos que sea, les niegan esa dedicación necesaria
intentando sustituirla, inútilmente, por espacios recreativos, objetos de
consumo o distracciones. El niño
aprende, desde muy pequeño, que tiene derecho a todo lo que desea, y que todo
puede comprarse y venderse sin esfuerzo. ¿Cómo extrañarse, luego, de que los
hijos sean incapaces de tomar las riendas de su vida y se lancen a una huida
desbocada hacia la nada?
Si las familias del
entorno, la sociedad y las instituciones han de ejercer una labor subsidiaria
que ayude a los padres a tener las herramientas necesarias para educar a sus
hijos, esta tarea debe emprenderse siempre desde el amor, la humildad y el
diálogo. Solo así, desde la co-responsabilidad de los agentes educativos, sobre
una pedagogía basada en la comprensión y el diálogo, con enormes dosis de
paciencia, podremos ayudar a nuestros jóvenes a expresarse y a crecer. Sin
olvidar que el mayor modelo y referencia para los hijos son sus propios padres
y su coherencia vital. De esta manera, el abismo se convertirá en claridad y el
vacío en apertura. Y ambos, padres e hijos, tendrán el valor de aprender a
escucharse, a sí mismos y a los demás, sin miedo a la lucha y al sacrificio.
Joaquín Iglesias
4 de noviembre 2012
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