La realidad de la pobreza tiene varios rostros. Son muchas
las razones ocultas que arrastran a algunas personas hacia el arcén de su vida,
a causa de situaciones que no han podido gestionar, como puede ser un desamor,
una adicción que no superaron o un rechazo social en el que han caído sin
querer, dificultades económicas, laborales o incluso familiares. Pero todos
pasan por un hondo sentimiento de soledad. Ni la administración, ni la
sociedad, ni su entorno más inmediato han sido capaces de resolver, acoger,
escuchar ese profundo lamento que tienen en su corazón.
No encuentran respuesta que calme su alma herida. Sienten
que todo el mundo los rechaza porque se han convertido en seres improductivos
que, además, generan problemas sociales. Abandonados, descartados, se
convierten en una masa invisible que deambula entre los vacíos de una sociedad
que mira hacia otro lado, porque le duele ver tanto sufrimiento. Prefiere
anestesiarse para no oír el grito lacerante. Cuántas personas viven en la
bruma, aletargando su capacidad de respuesta solidaria. Pero el gemido de los
pobres es un clamor que llega a los oídos de Dios.
Sólo nuestra respuesta, clara, firme y generosa, puede como
mínimo suavizar tanta agonía en estas personas fragmentadas, ofreciéndoles
razones para ir desafiando, con serenidad, la indiferencia letal. Para muchos
de ellos, sobrevivir es una ardua lucha, no sólo por comer, sino por conservar
algo tan sagrado como su dignidad.
Escribo esto a raíz de una experiencia que he visto y he
vivido. Como cada día, desde San Félix estamos dando de comer a unos 50
indigentes. Hoy he tenido la ocasión de estar más cerca de ellos, especialmente
cuando recogían sus tuppers con el menú. Según me cuentan los voluntarios, y
hoy he podido verlo, día sí y día no siempre hay disputas entre ellos. Los hay
que agradecen la comida, pero algunos se enfadan, gritan y exigen con amenazas.
La atención y la acogida puede ser agotadora.
Algo más que alimento
Pienso que el problema no es sólo la falta de alimento y la
buena acogida. Ante ese grito, esa necesidad vital que pide de manera
apremiante que sea ya, y que lo resolvamos en ese momento, la comida se
convierte en un paliativo. Ellos necesitan algo más que llenar su estómago.
Cubrir una necesidad básica es insuficiente y no logra erradicar su situación
de marginalidad y pobreza. Hacemos lo posible para que esos momentos de reparto
sean una brisa suave que les haga sentirse aceptados, queridos y dignos. Y
aunque sólo sean unos pocos minutos, que les brinden un espacio cálido y
amable. Aunque parezca poco, algo se nota en algunos de ellos, porque te miran
a los ojos y te dan las gracias.
Para nosotros, ese momento tan breve es crucial para
hacerles sentir que detrás de ese trozo de pan o de esa fiambrera hay una gran
generosidad por parte de los voluntarios y de quienes han preparado la comida.
Queremos hacerles sentir que son alguien, una persona, un ser digno de ser
amado. Para nosotros es extraordinario darles aliento y esperanza: forma parte
de nuestra misión como Cáritas y como Iglesia en medio del mundo.
Sabemos que nuestro margen es estrecho porque no tenemos
suficientes recursos ni equipamiento, y escaso apoyo de la administración.
Quizás sólo tengamos eso: una brisa bajo la sombra de un árbol y unas palabras
amables. Pero, frente al calor tórrido de sus vidas, un aire fresco hace eterno
ese instante, que necesitan alargar.
Una política injusta
Desde este lugar, en estas trincheras, donde vemos tan de
cerca la vulnerabilidad de los pobres, emerge dentro de mí otro tipo de grito.
Es un dolor que me sale de las vísceras frente a una sociedad opulenta que vive
nadando en la sobreabundancia y aparta a un lado a los que naufragan sin tener
nada, lanzados a las mareas de la indiferencia, ahogándose en la más absoluta
soledad. Ante el abismo donde se precipitan, me planteo muchas preguntas.
Con la enorme carga fiscal que nos impone el estado, ¿cómo
es posible que se destine sólo un 0,52 % o un 0,7 % para las obras sociales y
solidarias? Es absolutamente vergonzoso. Me parece más importante levantar al
caído que levantar iniciativas que sólo favorecen a unas élites que rodean a
los políticos. Cuánto dinero se ha desviado en corrupción y en propaganda, en
tráfico de influencias, en favorecer a los amigos o a los afiliados al partido,
en comprar votos o invertir en negocios ruinosos que no tienen utilidad
pública, pero que enriquecen a unos cuantos. A veces roban directamente, bajo
la apariencia de legalidad. Los impuestos sobrepasan en mucho ese mínimo 0,52
%. Aparte de la mala gestión de los recursos públicos, que acaban sirviendo la
causa ideológica de los partidos, es un escándalo que, mientras tanto, un
número creciente de personas queden descartadas y se vayan convirtiendo en
sombras sin rostro y sin nombre. Se da un uso y abuso de los recursos públicos,
sin que estos tengan como objetivo primordial cubrir las necesidades reales de
toda persona.
Cuando se hacen políticas sin tener en el centro a la
persona y sus necesidades, están prostituyendo el ejercicio de la política:
dejan de servir, para servirse de los ciudadanos. Cuando la soberanía recaiga
de verdad en el pueblo, estaremos hablando de democracia real y no de
partidocracia, donde la casta política sólo busca su bienestar con apariencia
de seudo-solidaridad y exhibiendo un discurso buenista para fingir que están en
sintonía con el pueblo. Sólo una persona desatendida en sus necesidades más
básicas delata el fracaso de la política social. No se puede consentir esta
terrible desigualdad entre los que tienen mucho y los que apenas tienen nada.
Incluyo entre los ricos a la clase política y a los que viven de ella.
No se puede permitir que tanta gente viva en el arcén de la
vida. Si no se atiende a esto, el resto de políticas serán un maquillaje que
favorecerá a unos cuantos. Se invierten ingentes cantidades de dinero para
cosas superfluas e innecesarias, tirando el dinero a carretas y, sin embargo,
regatean las subvenciones y las ayudas. En cambio, a aquellos que están
próximos a las ideas del partido, los utilizan como herramienta de propaganda:
los recursos se reparten en función de los intereses políticos.
Una frágil democracia
La excesiva fiscalidad asfixia a los que tienen menos,
empujándolos hacia el umbral de la pobreza o impidiendo que puedan salir de
ella. La pobreza se vuelve estructural y endémica. Estamos frente a los últimos
estertores de la «buena política», aquella que se concibe como servicio del
pueblo, para caer en la antipolítica, o el mercadeo de los partidos, que actúan
como sectas cuando llegan al poder. ¿Cuándo se respetarán los derechos humanos
y civiles, la libertad de expresión, movimiento y acción, la justicia
equitativa e imparcial?
Cuando la política sucumbe ante el poder y ensalza las ideas
por encima de las personas, estamos llegando a una nueva forma de absolutismo
que pisotea la dignidad del ser humano. Cuando se prescinde de algo tan sagrado
como el valor de la vida, podemos hablar de la muerte de la democracia real, y
esta multitud de gente que vive en la pobreza, muchos en la calle, sin
recursos, aumentará exponencialmente. Los voluntarios no daremos abasto para
acoger a tanta gente echada, literalmente, fuera de la sociedad con la
aquiescencia de las administraciones, que dicen hacer lo que pueden, pero hacen
bien poco. Nadie mueve un solo dedo para emprender una política valiente de
lucha contra la pobreza. Aquí están los voluntarios, convertidos en enfermeros
sociales, oxigenando las almas caídas y ahogadas. La Iglesia se ha convertido
en un hospital de campaña para todos aquellos que necesitan, al menos,
recuperar su dignidad.