En este contexto de pandemia, no se deja de hablar de un virus, el Sars-Cov-2. Este patógeno ha suscitado mucha preocupación y sobre él se han publicado numerosos estudios e investigaciones. Los medios de comunicación no dejan de comentar su letalidad, despertando una profunda inquietud en la población.
En esta reflexión quiero describir y alertar sobre otro
virus de carácter más intelectual, pero no menos real, que afecta a la salud de
la sociedad. Inoculado desde las instancias políticas, está polarizando a la
ciudadanía y fracturando la convivencia. Me refiero al virus de las ideologías.
La primera víctima de este virus es la persona, su identidad y su libertad.
Se puede considerar ideología aquella estructura de
pensamiento que sostiene una determinada visión del mundo y, considerándose la
más correcta o la única verdadera, quiere imponerse a las demás por la fuerza,
buscando adeptos que se sumen a ella, sin tener en cuenta consideraciones
morales y éticas.
Cuando las ideas están por encima
Desde un punto de vista filosófico, toda ideología tiende a
dar más valor a las ideas y a las estructuras que a la persona como tal. La
individualidad se relativiza y el grupo o colectivo está por encima de la
persona. La ideología va directamente a atacar la esencia del individuo si
piensa diferente y no acata la narrativa del grupo. Quedará al margen, y su
derecho a la libertad de opinión y expresión será pisoteado. Este derecho
fundamental, defendido por nuestra constitución, se ve amenazado cuando una
ideología quiere imponerse a otras sin respetar la peculiar forma de sentir y
pensar de cada cual.
En las arenas políticas se da una lucha sin cuartel por la
hegemonía, usando una dialéctica agresiva de un partido contra otro. Como
vemos, la actividad parlamentaria de nuestros políticos está marcada por la
violencia verbal y, a menudo, por la defensa de un pensamiento único. Hay
quienes hablan de terrorismo ideológico. Los parlamentos se están utilizando
como campo de batalla donde se promociona esta forma de violencia política.
El circo político
Todos los partidos, especialmente el que gobierna, que tiene
la posibilidad de usar todos los medios: económicos, legales y propagandísticos,
se valen de un lenguaje populista, para inocular a la gente su modo de concebir
la vida y la sociedad. Los discursos falaces y teñidos de ideología buscan la
manera de mantener a un grupo en el poder. Un gobierno fuertemente ideologizado
puede llevar al país a la división y, a largo plazo, a la desintegración
social. Si este gobierno ejerce un poder autoritario, hará lo que sea para
hacer encajar la realidad en sus esquemas, sin referencia moral alguna, y
proyectar su cosmovisión a través de políticas transversales que abarquen todos
los ámbitos de la vida: educación, cultura, economía, territorialidad. El uso del
lenguaje es un arma decisiva para imponer ideas, modificándolo e incluso
forzando su estructura gramatical y filológica. Todo ello con el fin de llevar
a cabo una auténtica ingeniería social y cambiar la mentalidad de los
ciudadanos, sometiéndolos a la nueva religión del estado. Los que detentan el
poder quieren fieles vasallos, sometidos y cumplidores de sus mandamientos.
Está en la naturaleza de las ideologías seducir, primero,
con un lenguaje buenista y apelando a los sentimientos humanos más básicos. En
segundo lugar, cada ideología apela a su superioridad moral frente a las otras,
a las que tacha de erróneas, malvadas o falsas. Está por encima de cualquier
otro postulado que pueda cuestionar su discurso. Poco a poco, a medida que la
nueva «religión» gana terreno, irá introduciéndose en las conciencias para ir permeándolo
todo: familia, lengua, relaciones, cultura, hasta modelar a una buena parte de
la sociedad.
Un derecho fundamental
Lo cierto es que cualquier ideología, venga de donde venga,
ataca lo nuclear de la persona: su libertad y su derecho a pensar, expresarse y
vivir según sus valores. Cuando esto ocurre, la instancia política está pasando
por encima de los derechos naturales, civiles y personales. Ninguna ideología
debería coartar el legítimo derecho a pensar y hacer como cada cual quiere, dentro
de unos límites éticos para no pisar los derechos de los demás. Todo lo que no
respete la dignidad y el don sagrado de la libertad es un atentado a la
persona.
Como bien sabemos, en el mundo ha habido y hay regímenes
totalitarios que, en aras a sus ideas, someten a una nación entera. Esto es
terrorismo de estado. Es el último paso en la carrera de las ideologías, y a
donde pueden desembocar todas si no respetan ciertos límites.
El ciudadano, primero
Alerta con las ideologías del color que sean. Los gobiernos
están al servicio de la ciudadanía, y no al revés. El estado es para el
ciudadano, y no el ciudadano para el estado. La fuerte carga ideológica hace
que muchas veces los gobiernos se alejen de la realidad, cayendo en una tiranía
que no busca el bien común, sino el suyo propio, y perpetuarse en el poder. Son
muchos los que conciben la política como una carrera hacia el sillón, y harán
todo lo posible para mantenerse en él, luchando sin piedad con todo tipo de
herramientas, desde la propaganda hasta la intriga para quitar de en medio a
quien les molesta y arrebatarles el puesto. Los adversarios se conciben como
acérrimos enemigos en la conquista del poder. Las ideologías son el veneno
inoculado como arma.
La sede de la soberanía del pueblo se convierte en escenario
de estos enfrentamientos. Lo peor es que lo utilizan pensando, quizás, que nos
están representando. En realidad, están utilizando nuestros votos para
conseguir sus objetivos. Cada miércoles los ciudadanos españoles vemos cómo un
teatro de mal gusto pone en escena a sus actores. Qué lejos están de ese
servicio que prometen, cuando juran sus actas de diputados. Es una falsedad
palmaria; en el momento en que ocupan su cargo, están iniciando su divorcio con
la sociedad.