Vencer las desconfianzas
En esta época veraniega muchos somos los que buscamos lugares de paz y silencio, en plena naturaleza, para pasar unos días de descanso antes de reemprender nuestras ocupaciones ordinarias. Es un tiempo que invita reflexionar sobre la dualidad campo-ciudad, que ha marcado una fuerte impronta en los últimos siglos de nuestra historia.
Muy a menudo se nos han presentado el campo y la ciudad como dos realidades contrapuestas, cuando ambas forman una complementariedad necesaria.
A menudo la cultura urbana ha explotado sin consideraciones el entorno natural del campo, ignorando el respeto hacia el medio ambiente y extrayendo de él el mayor provecho a corto plazo. La población del campo cede ante la avalancha urbana y se pierden costumbres, valores y modos de vida tradicionales, más serenos y acordes con los ciclos de la naturaleza. Los ecosistemas, preciosos patrimonios de la humanidad y del planeta, se resienten y van retrocediendo, acorralados por un uso a menudo abusivo del terreno y el medio.
Sin el campo, la ciudad carecería de su principal fuente de abastecimiento y recursos. Los gobernantes y los ciudadanos deberían ser muy conscientes de que la cultura urbana se sustenta en una cultura rural y que, para asegurar el futuro de las ciudades, es preciso respetar y armonizar las relaciones con el campo.
En el plano humano, la imagen de autosuficiencia de las personas de las ciudades ha contribuido a favorecer una visión inadecuada de las personas del campo, atribuyéndoles falsos clichés. Se los tilda de ingenuos, conservadores, desconfiados y con poca visión de futuro, entre otros apelativos bastante injustos.
Ante esta actitud por parte de los ciudadanos urbanos, los habitantes del campo han reaccionado a menudo con una especie de alergia hacia los de la ciudad, expresándose en juicios de valor que denuncian el orgullo y la vanidad de aquellos.
Enriquecimiento mutuo
Sería deseable poder limar estas asperezas y reconsiderar estos juicios estériles de crítica mutua que no conducen a nada más que a añadir distancia a la posibilidad de un abrazo entre el campo y la ciudad.
Partimos una lanza a favor del entendimiento solidario para propiciar una profunda y fluida corriente de valores que ambos pueden aportarse mutuamente. Es decir, para mejorar las relaciones entre dos realidades que, bien armonizadas, pueden conducir a una gran riqueza, sostenible y respetuosa con el medio ambiente.
El campo ofrece al ciudadano estresado y alejado de sus raíces la posibilidad de reencontrarse consigo mismo en un espacio de libertad, idóneo para la contemplación y para llevar una vida apacible. Muchas son las personas que buscan este lugar de ocio, con verdadera pasión por la naturaleza. Por otra parte, la ciudad brinda los medios técnicos, científicos y culturales para el progreso humano, e incluso los acerca al medio rural, como las nuevas tecnologías de la comunicación.
Todos, aunque seamos de origen urbano, nos hemos podido adentrar alguna vez en la grandiosidad un paisaje montañoso que nos envuelve. Esto nos lleva a contemplar con sencillez y humildad el misterio que subyace en un entorno de belleza sobrecogedora.
En el campo también podemos valorar la exquisita sensibilidad de hombres y mujeres que, día a día, ajardinan con sus manos curtidas la creación.
Creo que, tanto la ciudad con sus recursos tecnológicos, como el campo en su equilibrio ecológico, han de abrazarse mutuamente y fundirse en un cántico de amistad, porque ambas realidades son necesarias para el crecimiento de la persona en su dimensión humana y espiritual.
En esta época veraniega muchos somos los que buscamos lugares de paz y silencio, en plena naturaleza, para pasar unos días de descanso antes de reemprender nuestras ocupaciones ordinarias. Es un tiempo que invita reflexionar sobre la dualidad campo-ciudad, que ha marcado una fuerte impronta en los últimos siglos de nuestra historia.
Muy a menudo se nos han presentado el campo y la ciudad como dos realidades contrapuestas, cuando ambas forman una complementariedad necesaria.
A menudo la cultura urbana ha explotado sin consideraciones el entorno natural del campo, ignorando el respeto hacia el medio ambiente y extrayendo de él el mayor provecho a corto plazo. La población del campo cede ante la avalancha urbana y se pierden costumbres, valores y modos de vida tradicionales, más serenos y acordes con los ciclos de la naturaleza. Los ecosistemas, preciosos patrimonios de la humanidad y del planeta, se resienten y van retrocediendo, acorralados por un uso a menudo abusivo del terreno y el medio.
Sin el campo, la ciudad carecería de su principal fuente de abastecimiento y recursos. Los gobernantes y los ciudadanos deberían ser muy conscientes de que la cultura urbana se sustenta en una cultura rural y que, para asegurar el futuro de las ciudades, es preciso respetar y armonizar las relaciones con el campo.
En el plano humano, la imagen de autosuficiencia de las personas de las ciudades ha contribuido a favorecer una visión inadecuada de las personas del campo, atribuyéndoles falsos clichés. Se los tilda de ingenuos, conservadores, desconfiados y con poca visión de futuro, entre otros apelativos bastante injustos.
Ante esta actitud por parte de los ciudadanos urbanos, los habitantes del campo han reaccionado a menudo con una especie de alergia hacia los de la ciudad, expresándose en juicios de valor que denuncian el orgullo y la vanidad de aquellos.
Enriquecimiento mutuo
Sería deseable poder limar estas asperezas y reconsiderar estos juicios estériles de crítica mutua que no conducen a nada más que a añadir distancia a la posibilidad de un abrazo entre el campo y la ciudad.
Partimos una lanza a favor del entendimiento solidario para propiciar una profunda y fluida corriente de valores que ambos pueden aportarse mutuamente. Es decir, para mejorar las relaciones entre dos realidades que, bien armonizadas, pueden conducir a una gran riqueza, sostenible y respetuosa con el medio ambiente.
El campo ofrece al ciudadano estresado y alejado de sus raíces la posibilidad de reencontrarse consigo mismo en un espacio de libertad, idóneo para la contemplación y para llevar una vida apacible. Muchas son las personas que buscan este lugar de ocio, con verdadera pasión por la naturaleza. Por otra parte, la ciudad brinda los medios técnicos, científicos y culturales para el progreso humano, e incluso los acerca al medio rural, como las nuevas tecnologías de la comunicación.
Todos, aunque seamos de origen urbano, nos hemos podido adentrar alguna vez en la grandiosidad un paisaje montañoso que nos envuelve. Esto nos lleva a contemplar con sencillez y humildad el misterio que subyace en un entorno de belleza sobrecogedora.
En el campo también podemos valorar la exquisita sensibilidad de hombres y mujeres que, día a día, ajardinan con sus manos curtidas la creación.
Creo que, tanto la ciudad con sus recursos tecnológicos, como el campo en su equilibrio ecológico, han de abrazarse mutuamente y fundirse en un cántico de amistad, porque ambas realidades son necesarias para el crecimiento de la persona en su dimensión humana y espiritual.