domingo, febrero 05, 2017

Atrapados en el poder

El poder es un tema que siempre ha fascinado. ¿Por qué? Porque es la fuente de nuestras capacidades y potencial creativo, y es clave en nuestra relación con el mundo y con los demás.

Hay un poder positivo, creador. Es el poder de Dios, que engendra y da vida. Es el poder que surge del amor. Los seres humanos, a imagen de Dios, tenemos un poder similar que podemos ejercer con voluntad. Es una fuerza enorme que debe canalizarse y orientarse hacia el bien. De no ser así, puede ser destructor y letal. El poder utilizado para dominar y poseer a los demás es una constante en la historia de la humanidad. Filósofos, literatos, psicólogos y teólogos han explorado su naturaleza ampliamente. El poder se da en el ámbito tanto público como privado. Pero en el público es donde tiene enormes repercusiones a escala mundial.

La lógica enfermiza del poder


El poder no busca el servicio, ni siquiera la justicia, ni el derecho, sino perpetuarse a toda costa, aunque para ello necesite destruir, anular o matar. Quien prueba el poder resbala lentamente hacia el abismo, hasta la fragmentación total de su persona. Viviendo una mentira disfrazada de verdad, el mesianismo político utiliza un discurso de aparente bondad, con argumentos lógicos y bien fundamentados intelectualmente. Pero tras el discurso social se esconde una ambición que manipula el lenguaje y se vale de la ideología para absolutizar el poder en su expresión más patológica. El último objetivo del poder es la idolatría de sí mismo.
El afán de poder es una patología que lleva a quien lo ejerce a una dualidad psicológica temible. Se le escapa la realidad objetiva y se instala en la subjetividad: su concepto de la persona, su libertad y su dignidad quedan teñidos por la ideología que defiende su posición. Por eso los políticos siempre están hablando de macroeconomía, de sociología y de estadísticas, maquillando su imagen y proponiendo planteos generalizados, no concretos, ni personales. A la ideología no le interesa la libertad, el respeto o la dignidad de personas reales y concretas. Por eso siempre acaba hablando de abstracciones. La ideología acaba matando, no solo física, sino socialmente.
La lógica del poder crea adicción: es una droga que enferma la psique y el corazón del poderoso, haciéndolo bulímico. Como un dragón, devora y cada vez quiere más y más, hasta que llega a autodestruirse. El límite del poder es él mismo.
Pero el poder engendra más poder. La ideología, como abstracción de la realidad, sigue en el ADN infectado, como un virus latente que se activa en aquellos que persiguen la fama y el reconocimiento. Su voracidad va creciendo y se valen de las estructuras que el mismo sistema político ha construido para convertirse en líderes de masas donde se resguardan bajo un disfraz seudo-democrático para tapar su pulsión de dominio y manipulación. La verdad les molesta, porque es lo único que las ideologías no pueden matar.

¿Qué es la verdad?


La verdad va más allá de un concepto filosófico; es un concepto moral y teológico. También va más allá de la psicología: cuando se dice que «cada cual tiene su verdad», ¿estamos hablando de la verdad o de opiniones y creencias subjetivas? Nadie puede matar la verdad, aunque quiera, porque no es una idea, ni un sistema sino una certeza que trasciende al mismo ser humano. La verdad es como el aire: no lo puedes cortar ni eliminar, aunque mates a la persona. En el horizonte de la verdad no está el poder, sino el bien, la libertad, la belleza y el amor; esos valores que subyacen en el anhelo más hondo de toda persona. Concibiendo la política como un servicio real, basado en el valor de la verdad, todo esfuerzo irá enfocado a apoyar a los más débiles de la sociedad, porque el primer objetivo será luchar por la dignidad de cada persona, en especial la de aquellas que la han perdido: hombres y mujeres sin techo, indigentes, enfermos, ancianos, niños maltratados, jóvenes sin rumbo…
Los políticos tienen este imperativo categórico y moral, que es inherente a su responsabilidad: no dejar nunca a nadie en el arcén y adoptar las medidas económicas y financieras para asumir el coste de esta labor. Nadie debe quedar fuera, ni de la sociedad, ni del trabajo ni de un hogar. La sociedad civil ha de ser abanderada de una nueva política, ha de ser capaz de hacerse oír por el sistema e interpelar al gobierno: es un deber ciudadano. Por su parte, los gobernantes nunca deberían olvidar la responsabilidad que conlleva su cargo. Solo así se recuperará el sentido de la política, entendida como servicio a la ciudad y dedicada al bien real de las personas —todas las personas—, especialmente las más vulnerables.