domingo, noviembre 04, 2012

Lanzados hacia el abismo


Una tragedia evitable

Todos hemos quedado sobrecogidos ante la noticia del fallecimiento de tres muchachas en una fiesta en Madrid ―Katia, Rocío y Cristina― y posteriormente de otra amiga del mismo grupo ―Belén―. Esta tragedia ocurrida la noche del 31 de octubre, la víspera de Todos los Santos, no ha dejado de ser motivo de discusión en tertulias radiofónicas y televisivas y ha hecho correr riadas de tinta, llenando los periódicos.

Ciertamente, es un triste acontecimiento que no ha dejado indiferente a nadie. Se están estudiando las causas que ocasionaron esta desventura y se está reclamando que se depuren las responsabilidades del accidente, legales e incluso políticas. Pero, más allá de estas cuestiones y de delimitar lo punible en este caso, tenemos que reflexionar en el núcleo del problema. Esta tragedia nos lleva a pensar en la estructura familiar que tenemos, en los modelos de adultos donde se miran los jóvenes, en la filosofía que concibe al ser humano como una pieza más de un engranaje consumista, en la concepción de la economía donde la ganancia es el valor absoluto, por encima del valor de la persona y el respeto a su dignidad.

Una huida hacia adelante

¿Qué modelo educativo tenemos? Antes, la familia era el principal ámbito educativo, seguida de la escuela y el entorno social. Los valores se transmitían de padres a hijos y eran asumidos en el día a día, pues no solo se inculcaban, sino que se vivían. Actualmente, la educación de los jóvenes parece basarse en argumentos desintegradores, que varían en función de la ideología del grupo político que ostenta el poder. ¿Cómo se concibe el aspecto lúdico? ¿Se busca el servicio y el bien de la persona? La falta de valores recios y sólidos que contribuyan a la humanización está llevando a los jóvenes hacia un vertiginoso abismo existencial, lanzándolos al vacío.

¿Son los jóvenes culpables de esta situación trágica que vivimos? ¿Dónde está el verdadero origen de estos sucesos lamentables? Podríamos decir que los jóvenes han perdido la referencia de unos valores éticos y religiosos que ayuden a vertebrar al individuo en su proyección social. Con la excusa fácil de no querer influenciarles, les estamos negando algo connatural: la apertura hacia la trascendencia, la espiritualidad, el silencio. Darles una educación religiosa no es coartar su libertad, sino abrirles un horizonte nuevo y amplísimo, que les llevará a interrogarse sobre el sentido de la existencia.

Es verdad que no podemos generalizar; hay jóvenes que se toman la vida muy en serio. Pero también hay una riada de gente joven que da la impresión de vagar, perdida, en un laberinto sin salida, falta de soporte, de referencia, de modelos coherentes.

¿Por qué esa necesidad de explotar la noche en un ambiente sórdido, entre música estridente, bebida, griterío, hasta llegar a poner en riesgo la propia vida? ¿Qué les pasa a nuestros jóvenes, que no saben valorar la palabra sensible de un amigo, un paseo plácido al atardecer, o simplemente escuchar una suave melodía musical que les abra el espíritu? ¿Qué les pasa, que temen el aburrimiento, la soledad, encontrarse con sí mismos? La responsabilidad les aterra y rechazan unas relaciones humanas que les exijan entrega y esfuerzo. Quizás por eso escapan de unos padres que no les entienden, de una sociedad ambigua e individualista, de unos políticos que les mienten, de una economía que los explota, de unos adultos que sobreviven en el tedio, de unas instituciones educativas que han convertido la educación en adoctrinamiento ideológico.

¿Qué necesidad tiene el joven de meterse en un tugurio, consumiendo alcohol y drogas sin control? Quizás necesita experimentar el vértigo, la huida de la realidad. Le da miedo encontrarse con el yo más profundo de su alma, porque no tiene soporte ni modelos para gestionar su propia identidad.

La raíz del problema

Un estudio realizado por el Teléfono de la Esperanza muestra que la primera causa de muerte entre los jóvenes es el suicidio. Las cifras sobrecogen. ¿Es posible que en la juventud, esta etapa en la que el corazón estalla por vivir, se pueda experimentar tal hastío que se desee la muerte? La muerte abrupta de un joven causa dolor y espanto, pero… ¿cuántos jóvenes se están suicidando lentamente, noche tras noche, fiesta tras fiesta?

Lo nuclear del problema está en el propio modelo de familia. Son muchos los padres que han hecho dejación de su tarea educativa ante la complejidad de acompañar y amar a un adolescente. No saben cómo ayudarle a construir su propia identidad, les pesa educar, no se sienten preparados para esta ingente misión y, muchos, se rinden.

Pero ni los políticos ni las instituciones educativas podrán jamás suplir esta responsabilidad de los padres. Entre otras cosas, porque ellos son los engendradores de sus hijos, no las instituciones. Y porque los hijos, antes que nada, lo primero que necesitan es sentir el amor y la aceptación de sus padres. Los hijos necesitan tiempo y muchos padres, por los motivos que sea, les niegan esa dedicación necesaria intentando sustituirla, inútilmente, por espacios recreativos, objetos de consumo o distracciones.  El niño aprende, desde muy pequeño, que tiene derecho a todo lo que desea, y que todo puede comprarse y venderse sin esfuerzo. ¿Cómo extrañarse, luego, de que los hijos sean incapaces de tomar las riendas de su vida y se lancen a una huida desbocada hacia la nada?

Si las familias del entorno, la sociedad y las instituciones han de ejercer una labor subsidiaria que ayude a los padres a tener las herramientas necesarias para educar a sus hijos, esta tarea debe emprenderse siempre desde el amor, la humildad y el diálogo. Solo así, desde la co-responsabilidad de los agentes educativos, sobre una pedagogía basada en la comprensión y el diálogo, con enormes dosis de paciencia, podremos ayudar a nuestros jóvenes a expresarse y a crecer. Sin olvidar que el mayor modelo y referencia para los hijos son sus propios padres y su coherencia vital. De esta manera, el abismo se convertirá en claridad y el vacío en apertura. Y ambos, padres e hijos, tendrán el valor de aprender a escucharse, a sí mismos y a los demás, sin miedo a la lucha y al sacrificio.

 Joaquín Iglesias
4 de noviembre 2012

domingo, octubre 21, 2012

La respuesta de una sociedad adulta


Una realidad acuciante

Las cifras del paro cada vez son más altas: familias enteras pierden su empleo y muchas no pueden acceder a un subsidio. La falta de trabajo y de ingresos las lleva al límite: cada vez hay más gente que vive situaciones angustiosas. Tiradas en el arcén de la vida, sin esperanza ante un futuro incierto, hacen cola en los comedores sociales o en las parroquias, para buscar alimentos.

Ya no se trata de indigentes o sin hogar, sino de personas que han perdido un empleo estable y han pasado del paro a la pobreza, y de la pobreza a la miseria y a la angustia vital, a la pérdida de horizontes y de esperanzas. ¿Qué hacer para poder paliar el dolor de tantas y tantas personas? ¿Depende de nosotros? ¿Qué podemos hacer realmente? Quizás pensamos que lo que podamos hacer es insuficiente. ¿Vale la pena hacer algo si no vamos a arreglar el problema estructural que origina esta pobreza?

Es verdad que la solución depende de muchos factores que escapan a nuestro alcance. Hay que establecer unas políticas adecuadas que eviten el derroche de las instituciones,  pero también hay que ser conscientes de que no podemos vivir por encima de nuestras posibilidades. Quizás una parte de esta crisis ha sido causada por no tener claras las prioridades. La falta de previsión de las autoridades gubernamentales, pero también de las empresas y de las familias, la falta de criterios éticos en el reparto de la riqueza, la poca sensibilidad ante el dolor humano, todo esto ciertamente ha contribuido a la actual crisis económica.

Pero no nos quedemos en la epidermis del asunto. Más allá de unas estructuras económicas, la raíz del problema está en la ambición. Ya no hablamos de instituciones, sino de valores que configuran nuestra forma de entender la vida y la persona, su bien, su crecimiento, su libertad, sus derechos y oportunidades. ¿Qué visión tenemos de la realidad? ¿Cómo entendemos el mundo y la persona? La crisis nos pone ante una situación incómoda, pero en la forma de actuar estamos revelando nuestra propia identidad y cómo nos situamos ante el mundo.

Las consecuencias de nuestra pasividad

Podríamos decir que hemos hecho dejación de uno de nuestros primeros deberes como ciudadanos. Hemos consentido a los políticos que hicieran lo que quisieran. Con todo el aparato mediático al servicio del partido que detenta el poder, hemos permitido que penetraran en nuestra conciencia. Los impactos de los medios nos han modelado según una ideología, logrando subvertir nuestros valores. Los ciudadanos hemos renunciado a protagonizar la construcción de la sociedad que queremos. Si no empezamos a actuar con nuestro voto útil y realista, dejaremos que la situación se nos vaya de las manos y todos caeremos idiotizados por las ideas que se nos infiltran. Y lo pagaremos muy caro.

Son muchos los grupos e intelectuales que se cuestionan la gestión de nuestros gobernantes. ¿Cuál es el modelo social y político que queremos? La auténtica crisis viene de aquí, y de ella se derivan la crisis económica y las enormes desigualdades que afectan a todo el planeta, llegando en algunos lugares a límites insoportables.

Se habla de las grandes multinacionales que explotan los recursos y utilizan una mano de obra casi esclava, en condiciones infrahumanas. Se denuncia el robo de los bancos, que expolian a los ciudadanos. Pero, ¿quién lo consiente? Los políticos, que con su complicidad contribuyen a ahondar la brecha entre ricos y pobres. E, indirectamente, los ciudadanos que los estamos votando.

Aún peores son los grandes negocios de la muerte, que se lucran vendiendo armas y personas, fomentando la prostitución, el aborto, la trata de mujeres y niños, el tráfico de drogas. Todo esto lo sabemos, y aún y así seguimos consintiendo que los políticos no se pongan manos a la obra y no legislen con rotundidad en aquello que afecta a la dignidad de la persona. Somos incapaces de convertir nuestro voto en un voto ético, eficaz y productivo.

Podemos hacer algo

La solución a la pobreza pasa por un modelo social nuevo y por revitalizar los valores éticos de nuestros gobernantes. Se sigue derrochando sin criterio alguno y se recorta, en cambio, en educación, en sanidad, en solidaridad. Ese nuevo modelo social, necesario, sitúa a la persona en el centro de toda actuación política: la persona y su dignidad, su libertad, sus derechos y su desarrollo. Cuando el poder, el tener y la corrupción están en el centro de toda actuación política, inevitablemente la sociedad va hacia el abismo.

Nuestro voto reflexivo puede llegar a frenar esta máquina destructora que amenaza el desarrollo y la plenitud de la persona. Ojala todos tomemos conciencia de que el mundo está en nuestras manos ―en las de todos― y que nuestro compromiso para mejorarlo es un deber que hemos de asumir el conjunto de la sociedad. Solo de esta manera, no sin sacrificios, podremos construir un nuevo orden económico, que pasará por desterrar el poder y convertirlo en una estructura de servicio para el bien de las personas.

La solidaridad es una respuesta a la crisis económica y política que atravesamos. Pero a los ciudadanos nos falta una toma de conciencia más decidida: si queremos, podemos cambiar la situación. La suma de muchos votos, la acción de muchos ciudadanos unidos, puede realmente obligar a reaccionar a los gobiernos.

La globalización de la solidaridad ha de ser el nuevo paradigma de los políticos, las instituciones y las empresas, así como de las organizaciones ciudadanas, las familias y las personas. Solo así estaremos dando respuesta a la crisis actual.