domingo, octubre 30, 2005

El valor de la confianza


La confianza es el fundamento de toda relación humana. Nadie puede caminar junto al otro sin tener la certeza de que puede confiar en él. Sin confianza es imposible avanzar y crecer.

Cuando hablamos de confianza hablamos de transparencia. Para confiar en otra persona hace falta primero tener un conocimiento. Cuanto más se conoce, más confianza hay en una relación. Donde hay confianza se da una comunicación bonita y enriquecedora. En las relaciones es muy importante cuidar mucho la confianza. Ésta siempre se tiene que basar en la libertad.

La confianza es necesaria especialmente en los matrimonios, en las familias y en las amistades sinceras. Muchos conflictos que se dan hoy entre padres e hijos son porque quizás muchos padres no han sido merecedores de la confianza de sus hijos y han perdido su credibilidad ante ellos. Entre muchos jóvenes, que hablan a menudo de sus vivencias, debe alcanzarse ese grado de madurez para evitar que la confianza sea traicionada por sus compañeros. Por desgracia, muchas veces se ha traicionado la confianza de alguien. Esto es muy grave porque quien ha sido defraudado tiende a desconfiar y se encierra en sí mismo. Por esto hemos de aprender a confiar en los demás y, al mismo tiempo, ser merecedores de confianza.

La confianza señala la intensidad del vínculo entre dos personas. La verdadera confianza existe cuando hay madurez en las relaciones humanas. Implica estabilidad, respeto, amor. Todos necesitamos que alguien confíe en nosotros. Quien confía en otra persona la hace crecer y contribuye a su felicidad.

La confianza, desde un punto de vista cristiano, se fundamenta en el amor. Jesús amó tanto al mundo que fue capaz de dar la vida por nosotros. Dios confía en nosotros plenamente porque nos ama totalmente.

domingo, octubre 16, 2005

La persona por encima de las ideas


Libertad de expresión y respeto a las diferencias

Asistimos a una permanente sucesión de debates y discusiones de trasfondo ideológico. Las disputas sobre temas políticos, religiosos y culturales invaden los medios de comunicación y también nuestras vidas. Se defiende la diversidad y la tolerancia ante la pluralidad de opiniones y de ideas. Pero, en cambio, falta una cultura del diálogo. No basta con tolerar la diferencia. Es necesario integrarla y llegar a dialogar con ella, sin tener miedo a nada y sin atacar ni pisotear al otro por el hecho de pensar diferente.

No porque piensen distinto las personas tienen por qué estar contra nosotros. En un clima de exasperación social, toda diferencia se acaba convirtiendo en un conflicto y, a veces, en abiertas peleas. Lo vemos claramente en el mundo político. Se habla de participación, de diálogo, de integración. Pero, en realidad, lo que vemos es una muestra de violencia verbal y una continua exhibición de guerras ideológicas, muchas veces alejadas de la realidad y de los grandes temas que preocupan a los ciudadanos.


El fundamentalismo ideológico

Las ideas nunca deberían dividir y alejar a las personas. La libertad de pensamiento y de expresión acabará muy empobrecida si sólo se queda en palabras y, en la práctica, se convierte en un ataque contra los que piensan de diferente modo. Nos asustamos del fundamentalismo religioso, pero existe otro fundamentalismo, tan o más dañino, en las arenas mediáticas y en los debates parlamentarios. Se trata del fundamentalismo ideológico, que, además de seguir estrictas disciplinas de partido, propias de sistemas totalitarios, ataca sin piedad y no respeta las ideas contrarias o divergentes. ¿De qué sirve hablar de libertad de expresión si no respetan mi opinión y mi manera de pensar? ¿De qué sirve hablar de diálogo si éste se convierte en un intercambio de insultos y de invectivas?

Hablamos de fortalecer la calidad democrática y somos incapaces de respetar al que piensa diferente. Si todas las propuestas son legítimas y democráticas, ¿por qué tantas disputas?


La persona como valor supremo

Hay algo más importante que las ideas: el valor y la dignidad de la persona. Independientemente de sus ideas, toda persona merece respeto y merecer ser escuchada. Al menos por educación, de la cual nuestros políticos a veces parecen carecer en absoluto. Y, después, por ética y por convicción democrática.

Si todos –partidos políticos, sociedad, organizaciones, etc. –queremos llegar a lo mismo, es decir, al bienestar de la persona y de la comunidad humana, ¿por qué cuesta tanto ser amigos y trabajar juntos para conseguirlo? ¿Tanto pesan las ideas? ¿O es que detrás de esas discusiones se esconde un deseo enfermizo de poder y de abatir al adversario a toda costa? El bienestar social no tiene color político. Tampoco lo debe tener la educación, la sanidad, la seguridad, el empleo y otros muchos temas. En el momento en que un asunto de interés público adquiere un tinte ideológico, está siendo prostituido y utilizado por conveniencias personales y partidistas, como hemos visto que ocurre en el caso de la lucha contra el terrorismo o en las famosas leyes sobre la educación. Se olvida el interés general por las ambiciones personales o de un grupo concreto.

¿Dónde encontrar una posible solución? Hay que estar dispuesto a ceder dentro de unos límites. Sin temor a perder la propia identidad, hay que saber valorar hasta qué punto sostener unas ideas nos aleja de los demás o nos acerca a ellos para poder cooperar. En el momento en que defender una causa implica disputas, rupturas u ocasionar daños a las mismas personas a las que queremos beneficiar, todo esfuerzo será contraproducente. En ocasiones, por un bien mayor, conviene renunciar a bienes menores.

Habrá calidad democrática si hay calidad de diálogo. El político debe ser un doctor en el arte de escuchar. Y, en la medida de lo posible, debe buscar la unidad. No la uniformidad, pero sí el acuerdo.

Las personas son mil veces más importantes que las ideas. Las ideas son entelequias. La persona es una realidad, viva. Si en el horizonte de nuestra política y de nuestros ideales no está la persona, no estaremos contribuyendo a una democracia sólida y madura

domingo, octubre 09, 2005

El silencio de los ancianos

Hallar sentido en el silencio

La capacidad del hombre de admirar la vida y crear distancia en todo cuanto le rodea es el paso cualitativo de su adultez humana. El silencio contemplativo es una premisa necesaria para interiorizar las experiencias del ser humano ante la vida.

Este silencio es una nueva forma de comunicación con los demás, con la naturaleza y con el Ser Infinito. Nos enseña a dar la justa dimensión a las cosas, a vivir la vida desde una perspectiva madura. Nos ayuda a dar un sentido pleno a nuestra realidad. Cuando el anciano, en su larga y azarosa vida, ha llegado a asumir el silencio como un aspecto enriquecedor, alcanza la plenitud de su madurez, tanto psíquica como moral y espiritual. Ese silencio es un gran tesoro que vive con gozo, fuente de gran riqueza: es un caudal abundante de agua contenida en el depósito de su existencia, vivida con profunda intensidad.

Alcanzar la madurez humana

La ancianidad es una etapa de la vida en la que tenemos la oportunidad de cultivar el silencio como realidad plena. Desde esta experiencia, el anciano se da cuenta de que está en una nueva etapa creadora y libre, aceptando y asumiendo su realidad tal como es, es decir: que nace y muere. Acepta con gozo su limitación y, como consecuencia, es consciente de la grandeza del existir, de tal manera que sólo aceptando la muerte es capaz de entender la alegría de vivir.

Vivir su existencia con realismo le da una gran paz, llena de ilusión y de actividad, de voluntad de crear felicidad a su alrededor y de promover un espíritu de servicio a los demás. Este es el anciano armónico: el que aumenta progresivamente su dimensión contemplativa y reflexiva. Podríamos decir de los abuelos que, después de tantos años vividos en la escuela de la vida, llegan a doctorarse en silencio. Hemos de aprender a vivir como seres ancianos en potencia.

El anciano maduro es consciente de que el ser humano es creado desde el silencio del cosmos, desde el misterio de unas entrañas en las que palpita el amor... En definitiva, desde el silencio de Dios. Este silencio está empapado de afecto y de gozo, ya que dentro del corazón de Dios siempre hay fiesta. El silencio ayuda a entrar en la órbita del misterio. Regresar al misterio del silencio es retornar a las mismas entrañas de Dios. El silencio de Dios es música que palpita al ritmo de su amor. El abuelo ya comienza a oír, desde lejos, esta música plácida que compone la melodía de Dios.

Hemos de aprender del silencio contemplativo de los abuelos. Sólo desde este silencio una persona madura puede responder a las inquietudes de nuestro mundo, tan invadido por ruidos que inhiben su capacidad de discernimiento. La sociedad debe saber contemplar en su horizonte el alba suave del silencio que ayuda al reencuentro con uno mismo. Los ancianos son vencedores del tiempo y de la historia porque han sabido llegar a la franja del misterio y, ahora, desde su silencio, saben contemplarla.